Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

jueves, 25 de enero de 2018

El piso

Estaba en las afueras, era el último bloque de la ciudad. Más allá se extendía un frondoso bosque.

Cuando Miguel vio el piso, no se podía creer la suerte que estaba teniendo. Las ventanas del piso daban todas a la parte de atrás y sólo se veía una gran extensión de árboles. La ciudad quedaba del otro lado y apenas le llegaba un amortiguado sonido del tráfico y del bullicio propio de las urbes.

No se lo pensó. Con el dinero que tenía ahorrado, calculó, y con un préstamo pequeño se lo podía quedar. Aquella misma tarde firmaba el contrato de compra y pasado una semana ya estaba instalándose en él.

Lo primero que hizo cuando entró en el piso fue abrir todas las ventanas y notar como se colaba la brisa cálida de la tarde. Era verano. Luego empezó a oír el trinar de los pájaros, el murmullo de las ramas mecidas por el viento. Miguel se sentía feliz. Iba de una habitación a otra, esquivando cajas y trastos colocados por todas partes, y miraba por cada ventana. Podemos hablar de entusiasmo. Así se encontraba Miguel.

La tarde fue avanzando y, aunque con lentitud, la noche fue cogiendo el relevo. El piso se lleno de tinieblas y Miguel activo el interruptor de la luz. Una desangelada bombilla, colgaba de unos hilos, daba una escasa luz amarillenta. Movida por las corrientes de aire, producía un efecto extraño en las sombras, que se creaban de una manera sorpresiva. Empezó a sentir un poco de frío. Sin duda es causa de las emociones que llevo y como consecuencia del cansancio.

Miguel pensó que ya era el momento de ir a dormir. Antes tuvo que apagar la única luz de que disponía y avanzar a oscuras por un pasillo lleno de cajas y obstáculos. Un pasillo mucho más largo de lo que recordaba. Hoy lo he recorrido varía decena de veces y apenas daba cuatro pasos y ahora no se cuantos llevo y no llego la puerta de la habitación. A la insólita distancia se le sumaba la increíble cantidad de obstáculos con los que iba tropezando. Miró hacía atrás para tomar alguna referencia y en lo que parecía una gran distancia veía la ventana del comedor, abierta. Una sombra cruzó por delante.

Me está empezando a pasar cuentas este día, pensó. A ver si llego a la habitación y puedo descansar.

Retomó su camino y apenas había dado un par de pasos notó un aire frío que le recorría la espalda. No quiso mirar para atrás y una acuciante urgencia le hizo avanzar con más presteza. La urgencia le hizo tropezar con un bulto y calló al suelo.

Notó algo que le recorría la espalda. Y si no fuera por su estado de nervios, ya alterado, podría haber dicho que le acariciaba. Arrastrándose, sin ánimos de levantarse del suelo, continuó su marcha y en lo que pareció un millón de horas llegó a la puerta del dormitorio.
Apoyándose en ella se fue alzando del suelo, pero apenas se levantó un palmo cuando algo le cubrió la cara.

Pánico, terror. Todos los fantasmas que cohabitan con nosotros desde nuestra infancia salieron al exterior. Miguel temblaba. Tal era su estado que se desvaneció allí mismo...

...La luz del sol entraba con fuerza por todas las ventanas abiertas y, acompañado del cantó de los pájaros, despertaron a Miguel. Su camisa, que había colgado de un gancho de la pared, la tenía tapándole la cabeza. Se la quitó casi que con rabia. Y la sombra que vio no era otra cosa que la bombilla del techo. Una insólita forma de estrenar el piso.

El día lo dedicó enteramente en ordenar todas las cosas y en dejar totalmente despejado el pasillo de casa. Y, por supuesto, a colocar luces en todas las habitaciones y espacios.

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