Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

viernes, 31 de enero de 2014

La tienda india

Con pequeños golpecitos clavaba la estaca en el jardín de casa. La tarde aún tenía un claro color azul más parecido a las tardes de verano que no a esta de octubre, con el otoño recién empezado. Nos había dicho que iba a construir una cabaña y dando pasos con sus pequeños piececitos se acercó al vídeo y apagó la película de 'Tom Sawyer' que estaba viendo. Se cogió el resto de las patatas fritas que había sobrado de la comida y mirándonos, con su linda sonrisa, nos dijo que necesitaba coger fuerza. Con una mano llena de un puñado de fritas y con la otra, en difícil equilibrio, las estacas de plástico que formaban parte del juego que le habían regalado por su cumpleaños, fue moviéndose hacía el jardín dejando un rastro de patatas y estacas que se iban cayendo de sus pequeñas manos. Fui tras ella, recogiendo lo que iba dejando atrás y ayudándola. El jardín apenas era un cuadrado de césped con sus esquinas adornadas con unas flores que ya echaban de menos los días largos y cálidos del verano. Despejamos el centro del parterre de cubos, muñecas y de una pelota de plástico con motivos Disney y que ella intentaba, infructuosamente, hacerla botar desde el mismo día en que se la habíamos regalado. La pelota, aviesa ella, se negaba a regresar a su manita después de rebotar en el suelo. Cogí las instrucciones que tenía el juego y que explicaba como construir una tienda india y fui colocando los palos según decía el papelito. Ella, mientras tanto, se equipó con un martillo de plástico, de esos que tienen una especie de bocina en la cabeza, y me miraba expectante, dispuesta a presta su ayuda en cuanto se lo pidiera. Cuando la estructura ya estaba lo suficientemente solida le dije que, para asegurarnos de que no se iba a caer, le diese unos golpecitos. Un concierto de bocinazos se entremezcló con el piar de los pájaros que empezaban a buscar un sitio donde pasar la noche entre los árboles cercanos. Al final apoyamos la tela que cubría la estructura. Con cortas risitas fue a buscar a Mari, su muñeca favorita, y se metieron las dos dentro. Yo, siguiéndole el juego, me coloqué unas plumas indias que venían en la caja y me acerqué a la cabaña haciendo, nunca mejor dicho, el indio. Asomé mi cabeza por la abertura y ella me dijo que qué hacía, que entrase rápido, que el cohete estaba a punto de despegar y que le faltaba uno más para hacer la tripulación. Así fue como de salvaje oeste pasé al mundo futuro. Viajero interestelar con plumas indias en la cabeza y una patata frita como avituallamiento.

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